Columnas Políticas, Estrictamente Personal

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de Raymundo Riva Palacio

El Financiero

Andrés Manuel y Maduro

Hubo un tiempo, dijo el presidente Andrés Manuel López Obrador al responder por qué el cambio de posición de su gobierno con respecto al de Nicolás Maduro en Venezuela, que se perdió una política exterior basada en la no intervención, cuando se secundaron “decisiones tomadas en otras latitudes y por otras causas”. Tiene razón. Sin ser potencia militar o económica, la política principista de México le dio autoridad moral y respeto en el concierto mundial, que se fue desvaneciendo cuando el presidente Carlos Salinas abandonó el multilateralismo como eje de la política exterior y logró la membrecía en la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico, el llamado “club de los ricos”, en París, con lo que perdió influencia y poder dentro de América Latina, que volvió a ser unipolar con su histórico rival regional, Brasil.

Salinas alineó a México con Estados Unidos en la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, cuya relación fue evolucionando de los temas económicos a los políticos y de seguridad que llevaron, en el extremo, a que durante el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, dentro del Grupo de Lima, la Cancillería fuera instrumental en el estrangulamiento político de Maduro. El fuerte deterioro socioeconómico en Venezuela y la manipulación de los instrumentos democráticos para instaurar un régimen autoritario, provocaron un creciente aislamiento de Maduro, al cual se sumó México de una manera proactiva, como nunca antes se había visto. Pero se perdió forma y fondo por servir a los intereses, del presidente Donald Trump y Estados Unidos. El trabajo sucio, lo haría México.

López Obrador cambió radicalmente la postura al ofrecer a México como mediador en la crisis venezolana y no como ariete contra Maduro, precisando este lunes que no lo hacía por simpatía, sino en acato de una política de no intervención. Se puede argumentar, aunque no lo exprese él abiertamente, que también obedece a una empatía ideológica, al existir un choque frontal entre gobiernos de izquierda y progresistas, contra conservadores, como lo fueron los últimos cinco gobiernos mexicanos. Pero hay una variable adicional que quizás López Obrador no está contemplando, que le da fortaleza a su posición, y que durante la administración de Peña Nieto se dio como un acto de ambivalencia e hipocresía. ¿Por qué promovió la intervención extranjera en Venezuela y rechazó la intervención extranjera en México? Visto en este plano, las dos posiciones son incompatibles por incongruentes.

El gobierno de Peña Nieto se opuso de manera sistemática a la injerencia de la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas a que se involucrara en el tema de las desapariciones forzadas y de las violaciones cometidas por las Fuerzas Armadas. Las recomendaciones formuladas durante el último Examen Periódico Universal fueron rechazadas. Peña Nieto hizo bien. Abrir la puerta a la ONU habría sido allanar el camino para, como sucedió en 2012 con el gobierno de Guatemala, acordar con esa organización crear la Comisión Internacional contra la Impunidad en esa nación. La comisión se adentró rápidamente en rutas paralelas, e investigó la corrupción en el sistema aduanero, que produjo la captura del presidente Otto Pérez Molina, en 2015, acusado de encabezar la organización criminal que llevó a cabo esos actos.

En una entrevista con la agencia rusa Novosti, en agosto de ese año, Michael Mörth, uno de los artífices de la comisión, dijo que cuando fue concebida, “siempre la entendimos como un modelo que se puede expandir en América Latina o países donde no hay Estado de derecho. No tengo ni la menor duda de que una CICIG sería muy útil en México y Honduras”. La tentación de presionar a México para que acepte una comisión a imagen y semejanza de la guatemalteca ha rondado en círculos internacionales desde hace varios años, y varios expertos y políticos mexicanos, tomando a Guatemala como un ejemplo, sugirieron que podría ser una buena solución en México.

Esa solución, sin embargo, es una aberración para quienes consideran que la soberanía de los Estados debe prevalecer por encima de los intereses del mundo. La postura de López Obrador sobre la Venezuela de Maduro es exactamente esa. Defendiendo la no intervención, congruentemente, defiende la soberanía mexicana a partir de los principios de su política exterior. Los asuntos internos de Venezuela tienen que ser resueltos por los venezolanos. Quien en México piense lo contrario, debe entonces asumir su proclividad a que el mundo decida sobre los asuntos mexicanos, o que sea teórica y prácticamente, el resumidero de Estados Unidos.

Respaldar la política de no intervención no significa apoyar a Maduro ni su gobierno corrupto, violador del Estado de derecho, manipulador electoral y responsable de la desgracia económica y social venezolana. Pero no es mediante una política del gran garrote, del presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt hace 118 años –donde el gobierno de México se preste como la parte superior del garrote–, como se resuelvan esas controversias. Hace bien el presidente López Obrador en el caso venezolano, pero no es impoluta su incipiente política exterior.

La política principista esgrimida se contrapone con la política entreguista que ha mostrado, hasta ahora, frente al presidente Trump, quien está buscando resolver su crisis migratoria en el patio trasero mexicano. El gobierno de México ha aceptado, en principio, retener a los migrantes centroamericanos en su territorio mientras se define su situación de refugio en Estados Unidos, lo que es un cambio radical en la política migratoria de ambos países. Si López Obrador no está dispuesto a hacer el trabajo sucio de Washington en Venezuela, ¿por qué sí en materia migratoria? Congruencia, por favor. De esto hablaremos mañana.

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